Supongo que cuando era una niña realmente pequeña, jugaba en la superficie con mis amigos, dejando que el sol tostase mis mejillas y el viento me descolocara el pelo.
No fue mucho después, creo recordar que seguía siendo una niña, la primera vez que sentí una mano tirando de mi pie hacia abajo. Debía tener unos siete años. La mano simplemente tiró con fuerza hasta hundirme un par de metros y luego desapareció. Fue tan repentino que el agua me entró por la nariz y me asusté y en cuanto sentí que la mano me liberaba nadé con todas mis fuerzas hacia la superficie y tosí y lloré desconcertada. Se me había jodido la tranquilidad de por vida. Desde entonces, cualquier roce cerca de mis pies hacía saltar mis alarmas y se me erizaban hasta los pelos de las cejas.
Volví a jugar, pero siempre con los ojos bien abiertos. Empecé a entrenarme en el buceo, por si las moscas y pronto se probó que mis temores no eran infundados.
El siguiente tirón me volvió a pillar por sorpresa, y el siguiente probablemente también…pero pronto empecé a aprender a estar alerta, y los mil tirones que vinieron después solo sirvieron para convertirme en una experta. Mil, dos mil, igual fueron millones, son tantos años. Cada vez fueron más profundos. A veces la mano jalaba con violencia, otras me sujetaba suavemente y yo me dejaba hacer. Mis minutos bajo el agua empezaron a crecer y a ocupar cada vez más espacio en mi vida.
El silencio, o más bien los ruidos abotagados como a través de de una nube de lana, dejarse llevar, sentir el dolor, dejar de sentir.
A veces pasaba días sin ver la luz, lejos de todos. Después volvía y disimulaba, sonreía contra mi voluntad, trataba de parecer normal, aunque sabía que era diferente, que nadie podría siquiera imaginar, que nadie podría intentar entender ni ayudar ni hacer nada, que estaba condenada.
Llegaron épocas en que los tirones se hicieron tan violentos que creí morir. A veces no era una mano sino miles de garras voraces las que se colgaban de mis tobillos. A veces me colocaban unos oxidados grilletes que me mantenían sumergida durante días hasta que mi piel se ponía morada y los peces se apiadaban de mí e intentaban calentarme restregando contra mi piel sus suaves escamas.
Cada vez más abajo. La presión me hacía sangrar los oídos. La cabeza parecía hinchárseme como un jodido globo aerostático y mis ojos querían saltar de sus cuencas. Creía que no sobreviviría, pero aún vino más.
Un día, las garras me atraparon de nuevo los pies y yo cerré los ojos resignada. Llevaba días sin dormir, me sentía débil, llevaban días arrastrándome hasta profundidades inmencionables, creí que mi cuerpo no lo resistiría esta vez, no ofrecí resistencia con la esperanza de encontrar un poco de paz al fin y entonces lo hicieron.
Sentí como los grilletes se cerraban atrapando mis pies, sentí los cerrojos corriéndose y una fuerza inusualmente intensa comenzó a arrastrarme con una velocidad de vértigo hasta el fondo. No eran las manos. Alcé la vista para despedirme del último rayo de sol, y las vi arriba, extrañamente misteriosas, saludándome.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Reuní valor para mirar hacia mis pies. El agua se estrellaba con violencia contra mis ojos, mi propio pelo me envolvía la cabeza como si fuera una antorcha. Me pareció ver, no. Demasiado deprisa todo, demasiada fuerza. La presión empezaba a notarse demasiado, nunca había bajado tanto y menos a esta velocidad. Sentí algo reventar. Mi propia sangre dejaba un reguero hacia la superficie que pronto atraería a los tiburones. No podía mirar.
Pasaron minutos, abrí los ojos y no ví nada. Parpadeé y no vi nada. Alcé la vista y no había rastro de la superficie. Ni un rastro de luz. El agua pareció espesarse. El dolor era insoportable.
El tirón cesó.
La arena lo llenó todo. La sentí contra mi piel, dentro de mi boca…
Habíamos tocado fondo.
El fondo.
Primero me quedé inmóvil unos minutos. Intentando escuchar. Intentando ver algo, intentando calmarme. Pero llevaba demasiado tiempo bajo el agua, estaba demasiado abajo. El frío se me agarró a los huesos y sentí miedo. Más miedo del habitual.
Pasaron horas. Intenté cerrar los ojos, pensar en cosas bonitas (yo nadando junto a mamá, el sol en la espalda una tarde de invierno, la lluvia dibujando estrellas en la superficie), dejadme ir. La hora ha llegado.
Intenté dejarme morir y no era tan fácil.
Pasaron dos días, el dolor solo empeoró, necesitaba oxígeno, pero no moría…
Decidí moverme. Primero bajé las manos por mis piernas palpando hasta llegar a los grilletes. Firmemente cerrados. Agarré la cadena y seguí bajando hasta llegar al cemento. Así que eso había sido, una enorme plancha de cemento de casi un metro de diámetro.
Todo era demasiado firme. Demasiado contundente. Estaba tan débil. Investigué la zona durante días. Palpando todo lo lejos que la cadena me dejaba. Sólo había arena. Tan abajo no había ni peces. No había nada. Sólo yo y la estúpida plancha. Yo agonizando sin morirme. Yo y la injusticia más grande del planeta.
Pasé del pánico al enfado, de la risa a la histeria, grité como una loca, intenté suicidarme respirando agua, intenté golpearme contra el cemento, intenté dormirme, convencerme, convencer a cada una de mis células de que olvidaran la estúpida supervivencia y dejaran de funcionar.
Pasó una semana y seguía viva.
En el fondo.
Lo supe. No voy a morir. Estoy condenada a pasar el resto de la eternidad aquí. No quiero. La vida es cruel conmigo. Nunca merecí esto. Yo no tuve la culpa de nacer aquí, de estar a mano de las manos…..dios, si solo era una niña cuando todo empezó. No tuve tiempo de hacer ninguna cagada que justifique tamaño castigo.
¡Solo quiero volver a casa!
los grilletes cedieron
no lo podía creer
agarré fuertemente la cadena para acercarme lo más posible al fondo
encogí las piernas contra la arena para tomar impulso
empujé con todas mis fuerzas
y cuando abrí los ojos ya estaba fuera.
Me sentí como Dorothy al final de la peli. Cuando después de haber luchado contra medio Oz, descubre que tenía la solución en sus pies desde el primer momento.
Desde entonces siempre tengo unos zapatos rojos a mano
y nunca, nunca jamás nada ni nadie ha conseguido volver a hundirme de nuevo.
Escrito en 2006