Dormía profundamente cuando me despierta el sonido de la vibración del despertador de Manu. Siento cómo él se despereza y se levanta, sacudiendo la cama violentamente. Intento seguir durmiendo veinte minutos más aunque será imposible, empiezo a sentir cómo el calor se adueña de mi cuerpo y mi vejiga parece a punto de estallar. Así que me levanto para ir al baño azul, por el pasillo me llega el sonido del agua de la ducha del baño rojo.
Me siento en el váter con el móvil en la mano y logro desbloquear la pantalla al segundo intento. Mis ojos siguen pegados aún mientras abro primero Whatsapp y me alegro de que nadie haya mandado ningún mensaje desde ayer cuando me fui a la cama. Todo un mundo de cosas ocurren a veces desde las diez de la noche, cuando apago el móvil.
Después abro Facebook y empiezo a leer una recopilación de los veinte tweets de madres más graciosos de la semana. No sé cuánto tiempo ha pasado cuando me levanto torpemente, tiro de la cisterna y paso a lavarse los dientes. El cepillo de bambú está casi destrozado ya por la violencia con la que me froto los dientes inútilmente intentando que recuperen el blanco que han perdido por años de fumar y beber cantidades ingentes de café y té negro. Vuelvo a pensar que necesito ir al dentista a que me hagan una limpieza y una revisión, tal vez presupuesto para arreglarme los cuatro dientes torcidos que tengo en la mandíbula inferior y que se ven cuando hablo. No puede ser tan caro si solo son cuatro dientes, ¿no?. Me raspo la lengua metódicamente con el raspador de cobre, me enjuago y siento mi boca verdaderamente limpia por fin.
Me asomo al pasillo y compruebo que la ducha del baño rojo ya se ha apagado. Genial, abro la ducha del baño azul y me desnudo frente al espejo metiendo tripa y revisando cada esquina de mi cuerpo con mirada crítica. Excesos de grasa concentrados en sitios clave, pechos excesivamente grandes y caídos, estrías, granitos, pelos fuera de lugar… Decido que ni tan mal, es un cuerpo agradable. Quitaría un poquito de aquí, levantaría un poquito por acá, pero este cuerpo me ha traído hasta aquí, cuarenta y un años, dos operaciones, un bebé. Gracias cuerpito, me digo para mis adentros mientras me meto bajo el chorro de agua demasiado caliente. Ajusto el calor pensando que esto es malo para mi pelo fino y delicado, para mi cutis tendente a los sarpullidos. Pero amo una ducha de agua hirviendo, así que intento llegar a un equilibrio entre frío y calor mientras masajeo mi cuero cabelludo con mi champú ecológico preferido. Empiezo siempre por la cabeza, champú, suavizante en las puntas y luego enjabono todo mi cuerpo concienzudamente. Termino limpiándome la cara con mi esponjita natural especial y jabón de té verde. No me olvido de limpiarme a fondo las orejas. Me enjuago el pelo y salgo de la ducha al baño helado para secarme. Es casi finales de noviembre y aún no hemos puesto la calefacción en toda la casa. Calentamos cada estancia con radiadores de aceite.
Escojo unas bragas que llegan hasta la cintura, porque no puedo soportar ningún tipo de presión en el bajo vientre, me provoca dolores insoportable de los que me cuesta recuperarme. Me pongo los calcetines nuevos estirándolos muy bien, unas mallas negras que son mi uniforme todo el año, una camiseta con cuello alto y un jersey muy calentito que me tape el culo. Mi culo pasa mucho frío en esta época del año y se me escapa la energía vital por ahí, eso siento, así que tengo que abrigar bien a mi culo.
Escucho a Manu por el pasillo en dirección a la cocina y vuelvo al baño azul para desenredarme el pelo, aplicarme agua de rosas en la cara y la crema hidratante. Para cuando salgo al pasillo lista para ir a darle los buenos días, escucho la puerta de casa, Manu ya se ha ido.
Llego a la cocina con el pelo envuelto en una toalla de manos rosa y me impacta la diferencia de temperatura, hace un frío de muerte aquí, las ventanas son tan malas que es casi como estar en la calle. Miro qué toca llevar hoy al cole de desayuno, es martes, un sándwich. Lo preparo con cariño, sándwich de jamón de york con mayonesa, como le gusta a Aimar. Lo parto en dos y lo meto en un tupper de los pequeñitos, cuando logro por fin encontrar la tapa correcta, va dentro de la bolsita de tiburones. Limpio y relleno la botella de agua y lo meto todo dentro de la mochila del cole de la patrulla canina, que cuelgo en el pomo de la puerta de casa. Me da miedo olvidármela un día y llegar al cole sin desayuno para mi niño.
Miro el reloj, aún tengo veinte minutos, así que me tomo mi chucharadita de jalea real, mis polvitos con probióticos, por suerte solo tengo que tomarlos 2 días más. Preparo un té negro chai que oscurecerá aún más mis dientes pero me gusta tanto y, sobre todo, me despierta. En este momento lo que me gustaría sería volver a la cama otra vez ya, estoy cansada como para echarme la primera siesta del día. Pero toca despertar a Aimar así que pongo mi voz más dulce.
—Buenos días mi amor —le digo mientras entro por la puerta y camino hacia la ventana para abrir un poquito la persiana. Solo lo suficiente para que entre la escasa luz del sol que aún está saliendo. Voy a la cómoda y cojo unos calzoncillos de la patrulla canina, un pantalón de chandal, una camiseta de manga larga y una sudadera bien abrigada.
Trepo a la cama de Aimar y dejo la ropa a un lado para abrazarle mientras le sigo dando los buenos días y le voy llenando de besitos
—¿Qué tal has dormido mi amor?
Le acaricio, se vuelve hacia mí con sus bracitos extendidos y acerca su cara a la mía, nos quedamos abrazados así un ratito. Dos mamíferos sintiendo sus pieles suavecitas, sus cuerpos calentitos. Me siento para evitar que se vuelva a dormir y hablándole y haciendo cosquillitas y con algún beso en la barriga que otro, voy quitándole el pijama y sustituyendo parte por parte por su ropa. Tengo recuerdos agradables de sensaciones de ser vestida y desvestida cuando era un bebé o una niña muy pequeñita. ¿Aimar recordará estos momentos? Sé que le encanta que le vista. Es parte de nuestros mimos.
—Ahora, a ver cuánto pis puedes hacer.
Y mientras él se sienta en el orinal, le pongo las zapatillas de andar por casa, abro la persiana del todo y apago la luz nocturna.
—¡Vamos a desayunar! que hoy toca desayuno de hote l—le digo intentando motivarle para ir a la cocina.
—Viva —grita y sale corriendo por el pasillo.
—Despacito amor — le digo y no me hace ni puto caso. Llego detrás de él y ya se ha sentado en la mesa.
—Un segundo mi amor, que lo preparo.
Escojo un plato bonito, el que él llama el plato del planeta tierra que hice en cerámica con ese esmalte tan bonito que ya está descatalogado y le encanta. Saco el queso de la nevera y parto unos trocitos. Pelo una manzana y parto unas rodajitas, saco unos gajos de una mandarina y una cucharada de aceitunas sin hueso e intento colocarlo todo de forma bonita.
—Parece un extraterrestre —dice Aimar metiéndose una aceituna en la boca. Y mientras él se come su desayuno canturreando y preguntándome cosas sin parar, me hago una tostada de pan sin gluten con aceite de coco que ya se está acabando pero que llevo usando el mismo bote dos años y mermelada de ciruela que hice con Aimar en verano.
Me siento a su lado con mi té que ya está frío y mi tostada y le voy azuzando cuando se distrae parloteando.
—Vamos mi amor, cómete tu desayuno, que si no no va a dar tiempo, tenemos cinco minutos.
Terminamos el último mordisco y nos vamos a la entrada.
—Ponte los zapatos —le digo y después de insistirle tres veces y asegurarle que sí que es ese el zapato correcto para el pie derecho, lo hace. Y yo me pongo mis botas, le ayudo a ponerse el abrigo, cojo las llaves, la mochila que cuelga en el pomo y salimos por la puerta.
—Vamos, que nos quitan el ascensor.
Me siento como si tuviera que espolearle continuamente para lograr salir de casa a tiempo. Llamo al ascensor, entramos y enseguida se va a pegar la cara contra el espejo y justo cuando va a chuparlo ya le estoy diciendo:
—Ni se te ocurra chupar eso Aimar, jo, que es una guarrería, luego estás todo el día poniéndote malo.
Me pregunta que por qué y le tengo que dar mil explicaciones mientras avanzamos a trompicones hasta el coche. Quiere subir solo a pesar de la dificultad y le dejo pero le insisto:
—Vamos, que vamos a llegar tarde.
Se da prisa al último momento sin dejar de hablar, no sé bien de qué ahora. Le abrocho.
—Manitas para adentro —le digo mientras cierro la puerta y doy toda la vuelta para entrar por la puerta del conductor, ponerme el cinturón y arrancar el coche.
Aimar habla sin parar hasta que salimos por la puerta del garaje, luego se pone a contemplar el paisaje mientras conducimos en dirección al cole, ahora ya en silencio. He puesto la calefacción a tope pero estoy helada. Pongo Radio 3 cuando llegamos al semáforo que está justo en la puerta del cole de abajo de casa, el cole al que hemos intentado cambiarle pero no había plaza. Sigo hasta el nuestro entre el tráfico denso de la hora del cole por las mañanas, en todos los pasos de cebra cruzan madres con niños y niñas de la mano, adolescentes, la calle está llena de gente y todos mis sentidos están alerta. Un policía me indica con la mano que pase en un paso de cebra y yo pienso que no me fío de él. El otro día en la puerta de un colegio otro policía me indicaba impaciente que pasara cuando un niño de la edad de Aimar o más pequeño corrió de repente al paso de cebra y frené de milagro. No me fío de ti, los niños son impredecibles. Tengo mi mirada panorámica activada y mis detectores de movimiento por el rabillo del ojo a tope siempre cuando voy a llevar o recoger a Aimar del cole.
Encontramos el sitio de siempre con su raya amarilla que indica que no podemos pararnos ahí pero no hay ningún sitio donde aparcar, tendríamos que venir andando de casa para dejar el coche bien aparcado a estas horas. Solo será un momento. Me vuelvo y le desabrocho y se viene hacia la parte de delante del coche trepando entre los asientos. Escuchamos la radio y jugamos con la rata o los super things, calentitos porque ahora la calefacción ya ha empezado a calentar. Hacemos tiempo hasta que suena la sirena del cole. Me abrocho bien el abrigo amarillo, me pongo la mascarilla y voy a buscar a Aimar por el lado de la acera. También quiere salir solo y lo hace lenta y torpemente mientras le meto prisa porque estamos bloqueando la acera y el flujo de madres y padres y niños y niñas que quieren llegar a la puerta del cole. Llegamos a la puerta y la madre de Julia me saluda para que me acerque y Aimar se pone a jugar con Mónica mientras les vigilo porque corretean por todas partes y hay mucha gente.
—Chicos, quedaros por aquí mejor.
Y de repente ya llega Esther y nos damos unos besos rápidos mientras Mónica le coge la mano a Aimar y entran juntos por la puerta del cole y se colocan en la fila. La madre de Julia, la madre de Alma, la madre de Leyre y yo nos asomamos por detrás del muro hasta que entran. A veces Aimar se vuelve y me saluda sonriente, otras veces no se acuerda y ni me mira. Yo siempre me quedo hasta que veo su abrigo azul eléctrico desaparecer tras la puerta.